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Cuando por teléfono nos dijeron que la dirección de la asociación a la que queríamos ir estaba en el cruce de la calle Walanika y Karukinka ya nos temimos, por lo menos, una inocentada. Eso, o que no querían saber anda de nosotros y se inventaron la primera dirección que les paso por la cabeza. El caso es que sin tener ni idea de lo que nos íbamos a encontrar allí, pusimos rumbo directo una vez que conseguimos poner los pies sobre la isla. Los primeros segundos fueron casi los más caóticos. Fernanda, la directora, ajetreada con mil cosas que hacer al mismo tiempo, nos mandó con Fabio, uno de los enfermeros de la asociación. Él nos llevó en coche hasta la granja que tienen en las afueras, en un valle sobre la ciudad, donde nos dijo que nos explicarían mejor el funcionamiento del CAAD y qué es lo que habían pensado hacer con nosotros. Al menos nos estaban esperando, lo que ya era más que una buena noticia. Ya en el trayecto en coche Fabio va resolviendo alguna de nuestras interminables dudas sobre la asociación y nosotros vamos entendiendo algo mejor su manera de funcionar. Al llegar arriba un gran tipo llamado Miki nos enseña y nos presenta su pedacito de paraíso particular y a todas las pequeñas criaturas que vivían dentro (o el menos todas las que andaban a 4 patas). Aquí os ponemos algunas fotos del sitio donde nos encontrábamos y de nuestros acompañantes. Y lo más impresionante de todo fue el descubrir que ha sido construido entre y con las manos de los chicos y de las chicas que están en la asociación. Al final de la visita entendemos que de ese lugar los chicos disfrutan durante el día, pero por la noche esta vacío (bueno, no por mucho tiempo) así que este sería nuestro nuevo hogar durante las próximas semanas, no nos lo podíamos creer! Acto seguido y antes de volver a bajar al CAAD conocemos al grupo de chicos que han subido esa tarde a disfrutar de la granja y a Eugenio, nuestro nuevo vecino (por no decir compañero de granja que queda un poco raro). Una vez de vuelta en la ciudad, nos presentan al resto de chicos y del equipo educativo antes de que el CAAD cierre por ese día y nosotros vayamos a hacer las compras pertinentes antes de volver a subir al “Valle de Andorra”, ahí donde está la granja. Pero, ¿como llegar hasta allí de nuevo? Cuentan algunas leyendas urbanas que existen un autobús que te lleva hasta el final de la ciudad y desde allí puedes tomar unos minibuses que recorren todo el valle. La verdad es que durante el casi un mes que estuvimos por allí nos lo hemos cruzado muy excepcionalmente, eso sí, nunca en la buena dirección o en el buen momento. El caso es que en el CAAD, conocedoras de la precariedad del servicio de autobuses, nos ofrecen un par de bicicletas que tienen en desuso y abandonadas en una esquina. ¡Qué buena! Ya tenemos medios de transporte para movernos por la ciudad. Aunque enseguida entendemos, de un primer vistazo a las bicis, porqué están en desuso. Si el tamaño de las mismas o los problemas para cambiar las marchas (en una ciudad en la que hay más desnivel que en Segovia) no fuesen suficientes, una de las dos no tenía (literalmente) frenos. Pero en fin, sin otra solución mejor y después de inflar las ruedas, nos lanzamos a la ruta. Finalmente y para mi grata sorpresa, conseguimos llegar a destino entre todas las cuestas que hay que subir y los perros que hay que sortear. Eso sí, con lo agotados que llegamos, una y no más. Si subir fue complicado no me quiero imaginar la bajada sin frenos. Después de todo el ejercicio nos cocinamos una buena cena en la pedazo de cocina industrial de la granja. Tarea difícil la de cocinar las verduras solo para dos en ese fuego, que disfrutamos al calor de la chimenea y con la compañía de nuestras nuevas mejores amigas, Sopita y Mistigusi, la perra y la gata. Y con un día tan agotador ni siquiera los incesantes ladridos de nocturnos de Sopita consiguieron perturbar nuestro sueño. Aunque si en algún momento pensamos que todo aquel ajetreo había sido excepcional, estábamos muy equivocados. Sobre todo los primeros días, pasábamos nuestras horas en la granja. Cada mañana subía un grupo diferente de chicos a trabajar allí y los días que no tenía que venir nadie nosotros íbamos haciendo dedo hasta en centro. En el CAAD se hacía y hacíamos de todo, y en realidad la actividad era lo menos importante, mucho menos que disfrutar de las personas con las que la estábamos compartiendo. Cocinar un estofado con el Pelado, un guiso de lentejas con Analía (que salió casi tan rico con las de güelita, pero casi), cortar cebolla con Eli, la mujer más maravillada que he conocido nunca con lo “acogedores” que somos los españoles. Fabricar con Pablo, el profe de arte más loco, un dragón de alas de colores para repoblar los bosques de la ciudad. Dar de comer y cuidar a los caballos con Pedrito, hacer atrapasueños con Cami y Omar, de hecho, hacer cualquier cosa con Omar para que olvidé su fijación con el mate ya era toda una hazaña. También aprendimos a hacer grullas de papel o hasta las buenas proporciones cordobesas del Fernet con Mariano. Como veis no tuvimos mucho tiempo para aburrirnos y sino siempre nos quedaban las tareas más propias de la granja que siempre nos ocupaban con sorpresas de última hora: la bomba de agua que no funciona, que si el tanque está lleno de barro y nos estamos duchando con agua marrón, la cañería del baño que se rompe, el fuego que se apaga, la leña que se acaba y los animales glotones que necesitan comida (y algún mimo también). Y entre una cosa y otra casi estuvimos un mes formando parte de la familia, un mes que se nos pasó volando. Un mes en el que disfrutamos como enanos, aprendimos un millón de cosas nuevas, nos sentimos cuidados y queridos y conocimos a un montón de personas muy especiales. Disfrutamos con las increíbles empanadas de Eugenio (y nos volvemos con la receta), con sus historias de vida, que fueron unas cuantas, de todo lo que nos enseñó dentro de la granja y sobre todo de su hospitalidad y compañía. Pasamos con Martina y toda su familia y amigos, su cumpleaños. Comimos deliciosas pizzas caseras cocinadas por Romi que acompañamos más adelante con las cervezas artesanales del pub de Ushuaia, en el que también me sentí como en casa cuando vi una bandera de Asturias colgada del techo. La verdad es que aunque éramos los únicos que dormíamos en la granja nunca tuvimos mucho tiempo para sentirnos solos. Y de hecho alucinamos cuando descubrimos la cantidad de personas que podíamos llegar a pasar la noche allí dentro ya que para celebrar el fin de enero y despedir a aquellos que se iban de vacaciones nos juntamos como 100 personas para dormir donde normalmente solo estábamos dos. Aunque con todo lo que corrimos, jugamos, cantamos y (sobre todo) comimos, no tuvimos mucho problema para conciliar el sueño. Todavía no sabemos si en Argentina cocinan vacas enteras en los asados, pero de momento, y lo decimos porque ya hemos sido testigos, corderos sí. En fin, como habéis podido leer, nos lo pasamos como los indios, de hecho, lo peor o me atrevería a decir, lo único malo de la estancia, fue la despedida. Eso sí, con la alegría de saber que ya hemos sido altruistamente adoptados por una gran gran familia (y no solo por su tamaño) a la que tenemos mucho que agradecer y de la que nos llevamos un pedacito muy adentro para continuar con este viaje.


Quand au téléphone ils nous ont dit que l’adresse du centre était au croisement des rues Walanika et Karukinka, nous avons eu bien peur qu’il nous fasse une blague. Ne sachant pas quoi faire de nous, ils auraient pu donner n’importe quelle adresse leur passant par la tête. Le fait est que sans réellement savoir ce que nous allions rencontrer là-bas, nous prenons cette direction en mettant le pied sur l’île. Les premières secondes dans l’association furent quasiment les plus chaotiques. Fernanda, la directrice, occupée à mille choses en même temps, nous envoie vers Fabio un des infirmiers de l’association. Lui nous emmène alors en voiture jusqu’à la ferme qu’ils ont à l’extérieur de la ville, dans une vallée au-dessus de la ville, où il nous dit qu’ils nous expliqueraient mieux le fonctionnement du CAAD (Centre d’activités alternatives pour les personnes en situation de handicap) et ce qu’ils pensent que nous pourrions faire. Au moins ils nous attendaient, ce qui était une bonne nouvelle. Déjà pendant le trajet en voiture avec Fabio, résolu quelques un de nos interminables doutes sur l’association et nous commençons à mieux comprendre le fonctionnement du CAAD. A l’arrivée en haut, un grand homme qui s’appelle Miki nous montra et nous présentât son petit coin de paradis particulier et toutes les petites créatures qui y vivaient (au moins celles qui y marchent à 4 pattes). Ici nous vous avons mis quelques photos de l’endroit où nous trouvions et de nos compagnons. Et le plus impressionnant de tout était de se rendre compte que tout avait été construit par les mains des membres de l’associations et principalement les personnes en situation de handicap. A la fin de la visite nous comprenons qu’ici les « enfants » profitent pendant le jour, mais que la nuit c’est vide (enfin pas pour longtemps) et qu’à partir de maintenant ça sera notre nouveau chez nous pour les prochaines semaines, et ça on ne pouvait pas le croire. Avant de redescendre au CAAD, nous faisons la connaissance du groupe des petits qui sont montés pour profiter de la ferme cette après-midi, ainsi qu’Eugenio notre nouveau voisin (pour ne pas dire compagnon qui fait un peu bizarre). Une fois de retour à la ville, ils nous présentent le reste des « enfants » et de l’équipe éducative avant que le CAAD ferme ses portes. Nous partons alors faire les courses avant de remonter à la ferme. Mais alors comment remonter jusque là-bas ? On raconte quelques légendes urbaines qu’il y a un bus que tu peux prendre de la ville pour ensuite prendre un minibus qui t’emmène jusqu’à peu près l’endroit où se situe la ferme. En vérité pendant quasiment un mois où nous étions à la ferme, nous ne l’avons croisé qu’exceptionnellement et jamais dans le bon sens, ni au bon moment. Le fait est qu’au CAAD, connaissant la précarité des services d’autobus, ils nous ont offert des vélos qui étaient abandonnés dans un coin du centre. Super ! maintenant nous avons un moyen de transport pour bouger en ville. Nous avons rapidement compris, dès la première vue des vélos, pourquoi ils étaient laissés dans un coin. Si les problèmes de la taille des vélos et du changement des vitesses (dans une ville où il y a plus de dénivelé qu’à Segovia) n’étaient pas suffisant, un des deux n’avait (littéralement) pas de freins. Mais finalement, sans autres meilleures solutions et après avoir gonfler les roues, nous nous lançons sur la route. Finalement à ma grande surprise, nous avons réussi à arriver à destination avec les côtes à grimper et les chiens à esquiver. Enfin bon, avec la fatigue en arrivant, une fois mais pas plus. Si monté fut compliqué, je ne veux pas imaginer la descente sans freins. Après tous ces exercices, nous cuisinons un bon petit plat dans un coin de la cuisine industrielle de la ferme. Taches compliquée de cuisiner un peu de légumes pour deux sans tout brûler avec ce feu. Mais finalement nous profitons d’un bon repas et de la chaleur de la cheminée avec nos nouveaux compagnons, Sopita (petite bouillon de légumes) et Mistigusi, la chienne et la chatte respectivement. Avec cette journée épuisante, même les aboiements nocturnes incessants de Sopita n’ont pas réussi à perturber notre sommeil. Bien qu’à un moment donné, on ait pu penser que chaque bruit était étrange, tout était juste normal. Les premiers jours, nous avons passé la majorité de notre temps à la ferme. Chaque matin, un groupe différent venait travailler à la ferme, et quand ils ne venaient pas, nous faisions du stop jusqu’au centre. Au CAAD, ils font de tout, et en réalité les activités sont ce qu’il y a de moins important, beaucoup moins que de profiter du contact avec les gens et le partage. Cuisiner un estafo avec el Pelado, un guiso de lentille avec Analia (qui était quasi aussi bon que celui de grand-mère), couper des oignons avec Eli, la femme la plus émerveillée que j’ai connu du fait que les espagnols soient tant « accueillants » (en espagnol = acogedores, sachant que coger signifiant « prendre » en espagnol et donc extrêmement utilisé au quotidien, mais signifiant « baiser » dans le sens coït en argentin). Fabriquer un dragon à ailes colorées avec Pablo, le profe le plus fou, pour repeupler les bois de la ville. Donner à manger aux chevaux avec Pedrito, faire des attrapes-rêve avec Camilia et Omar, de fait faire n’importe quoi avec Omar pour lui faire oublier sa fixation sur le mate était tout un exploit. Nous avons également appris à faire des gruges de papier pour les enfants et également les bonnes proportions pour faire un Fernet de Cordoba avec Mariano (plus pour les adultes). Nous avons mangé des pizzas homemade cuisinées par Romi accompagnées un peu plus tard avec les bières artisanales du pub d’Ushuaïa, dans lequel je me suis senti comme à la maison quand j’ai vu un drapeau de l’Asturies accroché au plafond. La vérité est que bien que nous étions les seuls à dormir à la ferme, nous n’avons pas eu beaucoup de temps pour nous sentir seuls. De plus nous avons halluciné de voir la quantité de personnes qui pouvaient s’entasser dans la ferme, puisque pour célébrer la fin de janvier, et le départ de certains en vacance, ils ont organisé un campement où se réunirent une centaine de personnes alors que normalement nous vivions à 2. Bien qu’avec tout ce que nous avons couru, joué, chanté et par-dessus tout mangé, nous avons eu quelques problèmes pour trouver le sommeil. Jusqu’à maintenant, nous ne savons pas si les argentins cuisines des vaches entières au barbecue, mais pour l’instant, et nous pouvons dire ça car nous en avons été témoins, le mouton si. Enfin, comme vous avez pu le lire, on s’est éclaté, de fait le pire fut de dire au revoir. Avec toute la joie de savoir que nous avions été adopté par cette grande famille (et non seulement par sa taille) à qui nous ne pouvons que les remercier et nous continuons notre voyage avec une petite partie avec nous.